jueves, 12 de noviembre de 2015

SE CUMPLEN 33 AÑOS DE LA MUERTE DEL ARTISTA COMUNISTA JOSEP RENAU



“FUNCIÓN SOCIAL DEL CARTEL”, DE JOSEP RENAU (1937)
Cartel comercial y cartel político
El artista publicitario de los países capitalistas ve circunscrito el campo de su acción a un mero juego de ideas particulares, en el cual es elemento capital esa especulación inteligente que se desarrolló a expensas de la realidad, convirtiéndolo pau­latinamente en instrumento técnico de toda falsificación, en ingenio de engañosos artificios.

Muchos profesionales van notándose ya incómodos en el campo, cada vez más estrecho, que las condiciones de su servidumbre le imponen. La libertad de creación del artista está condicionada a los intereses supremos del utilitarismo capitalista. El acceso a las ideas superiores que emana la rea­lidad le está vedado. Y todo intento de creación, en el sentido profundo de la palabra, queda truncado en su base misma. La posibilidad de un realismo publicitario de significación huma­na está en contradicción con la práctica y fines de la “recla­me” burguesa. 

Al utilizar aquí la palabra realismo –cuyo sentido actual tendremos que abordar más adelante- hacemos nuestra la consigna de Daumier: “Il faut étre de son temps”, sintetizando en ella la inquietud en potencia de toda la generación de ar­tistas que sienten hervir en su sangre los latidos de los nuevos tiempos que comienzan. 

Y es en esta apreciación sobre el realismo donde se libra la disyuntiva entre el cartel comercial y el cartel político. Del uno al otro media un abismo. El viraje realista en la publicidad no puede efectuarse con un simple cambio en la servidumbre de las formas, sin que esta afirmación excluya la necesidad de incorporar todos los valores técnicos y funcionales de la ex­periencia capitalista. El desarrollo del cartel político necesita de circunstancias, más que distintas, diametralmente opues­tas. A más de ciertas condiciones generales en la correlación y predominio de las clases sociales, cuyo valor determinante es de orden capital, la posición del cartelista, como artista y como hombre, ante la realidad de los hechos sociales, el sen­tido de su apreciación del fondo humano de la lucha de clases como motor dinámico de todo cuanto acontece hoy en la tie­rra, es, a este respecto, fundamental y decisivo.

Pero la simple cuestión de tomar partido, planteada en ge­neral, no puede determinar de por sí la legitimidad de la función ni dirigir por cauces positivos el impulso creador del artista.

Si bien Moscú y Berlín coinciden en el terreno común de atribuir una misión política al cartel, la práctica publicitaria de ambos países demuestra claramente aun prescindiendo de ra­zones ideológicas de valor incuestionable, la profunda diver­gencia de sus caminos hacia un arte publicitario de perfiles nuevos y personales. 

El cartel político de la Alemania fascista no es más que una avanzadilla del cartel comercial, y no puede pretender otra cosa. La ascensión del nacionalsocialismo al poder no ha significado cambio alguno en la tradicional correlación de los valores humanos y de las fuerzas sociales, sino agudización extremada en los procedimientos capitalistas de explotación del hombre por el hombre. En la Alemania actual los Krupp, los Thyssen, etc., continúan la sangrienta tradición de la he­gemonía absoluta del capital sobre los hombres... 

El cartel político no puede encontrar su pleno desarro­llo, trazar las líneas fundamentales de su personalidad en cir­cunstancias sociales donde el mayor volumen de la publicidad siga correspondiendo a la iniciativa privada de las grandes y pequeñas empresas capitalistas. 

Cualquier excepción de desarrollo del cartel político en semejantes circunstancias, vivirá en sus líneas generales a remolque de las formas predominantes. Porque la coexisten­cia del cartel político y el cartel comercial en pleno desarrollo, resulta un despropósito histórico, una contradicción flagrante en la mecánica determinativa del ambiente social sobre las formas de la cultura.

El cartel político en los regímenes fascistas vive de pre­cario, sin encontrar el estímulo vital que independice sus for­mas del cuerpo de la propaganda comercial. 

Porque el propio fascismo no es, en el fondo de su con­dición, más que un gran cartel que pretende convencernos de las excelencias de la mercancía averiada del capitalismo.

El cartel político
Cuando pensamos en el cartel político, la imagen soviética apa­rece en nuestra mente en un primer plano, que hace palidecer toda otra categoría, antecedente o realización análoga.

El cartel soviético, cualquiera que sea la apreciación es­tética que individualmente nos merezca, es uno de los hechos más prodigiosos y heroicos en la renovación de los valores expresivos del arte.
En razonamientos anteriores he intentado demostrar que el arte especulativo es a la plástica publicitaria lo que la inves­tigación pura a las ciencias aplicadas; cómo las formas y cali­dades abstractas del arte moderno son absorbidas y transfor­madas, en la síntesis concreta de su valor expresivo, al servicio de la función representativa del cartel. Y en la última conse­cuencia de este proceso dialéctico, hemos visto cómo el cartel comercial ha apoyado su desarrollo sobre los valores más inme­diatos de la especulación plástica, cómo la fuerte condición de la plástica francesa ha permitido la universalización y populari­zación de sus valores a través del cartel comercial.

Pero estos valores no servían, como podrá fácilmente comprenderse, a los fines del cartel soviético. De ahí que su evolución se haya realizado con cierta independencia, en cuanto a sus líneas generales.

La profunda voluntad de renovación de los bolcheviques rusos, en la circunstancia de su acceso al poder político, no contaba con otra base inmediata en el terreno de la plástica que la de ese academicismo decadente importado de Francia en el siglo XIX por la sociedad zarista. Y como, por otra par­te, desde los tiempos hieráticos del arte bizantino, la tradición rusa, en la gran plástica, quedó estancada, al margen de las resonancias ulteriores de la evolución artística universal, el cartel soviético, sin aliciente histórico alguno, ha tenido que erigir sus valores sobre la base inédita de su voluntad heroica, arrancando los elementos de la realidad primaria e inmediata.

El cartel soviético, expresión principal del arte en la URSS, es la realización más seria hacia un arte público de ma­sas, sin demagogia plástica alguna en la sobriedad heroica de sus formas. Su eficiencia social está informada por una larga y dura experiencia de lucha.

En el terreno de la función humana del arte, la Unión Soviética ha reivindicado el papel subalterno del arte pu­blicitario. Porque en orden a los problemas que plantea la construcción del socialismo, la necesidad social del cartel es mucho más inmediata y urgente que la del arte puramente emocional. El cartelista soviético comparte la primera fila con el “Oudarnik”, con el comisario, con el ingeniero, en la tarea gigantesca de construir un mundo nuevo.

Al margen de la pura apreciación estética, el cartel so­viético sólo puede ser comprendido y valorado dentro de este ambiente épico que reflejan e incitan sus imágenes, como ex­presión de la voluntad de un pueblo, voluntad cuyo alcance humano rebasa los límites de su propia significación nacional.

La Unión Soviética, que ante el asombro mudo de Occi­dente ha puesto en pie el valor decisivo de la voluntad huma­na arrollando los mitos y fetichismos de una ideología senil, a través de su cinema, de su teatro y de su cartel político, enseña al universo los principios fundamentales del nuevo realismo: “De todos los caudales preciosos que existen en el mundo el más precioso y decisivo es el hombre” (Stalin). Y, en efecto, a través del arte soviético el hombre es redes­cubierto. Ya no se trata de ese hombre puro, indeterminado, que vaga por el mundo sonámbulo de la metafísica, sino el hombre real en su densidad concreta, ese hombre nuevo que va por la calle ancha de la historia abriendo paso a su propio destino...

La historia del cartel soviético relata las incidencias de la gesta más emocionante y trascendental de los tiempos moder­nos: el camino heroico y abnegado hacia una humanidad libre.

Quienes escudándose en esa “imparcialidad”, tan carac­terística en los espíritus desarraigados, acusan de estrechez plástica a la producción soviética de carteles, deberán tener en cuenta, a más de las fuertes razones apuntadas, el complejo psicológico de legítima autodefensa del pueblo ruso, de sus in­telectuales y de sus artistas, ante la actitud de la “inteligencia” europea que cerró el cerco de fuego con que el capitalismo in­ternacional quiso aniquilar su gran gesta humana, negándole el acceso a la comunión universal en los valores de la cultura.

Sin embargo la repercusión de las nuevas formas soviéti­cas se ha dejado sentir en el mundo de la publicidad. Cuando los artistas publicitarios, empujados por la necesidad de su servidumbre capitalista han tenido que renovar sus formas en una expresión más severa, concreta y directa, se han visto obligados a beber en el realismo soviético. Aparte de otros muchos aspectos en que el arte occidental acusa esta influen­cia (cinema, fotografía, escenografía), el último renacimiento del cartel europeo, sobre la base principal de la utilización de la imagen fotográfica, no hubiera sido posible sin la experien­cia soviética. El cartel fotográfico es una pura creación de la Rusia bolchevique. Pero la superioridad técnica de los países capitalistas en el terreno de las artes gráficas, han desarro­llado a un nivel superior, si no el sentido humano, los valores formales de esta realización.

Además de esto, todo intento de publicidad política de los fascismos alemán e italiano –con las naturales restricciones impuestas por una total contradicción en la situación históri­ca– se basan en el modelo soviético de propaganda de masas.

Es conveniente no olvidar, so pena de caer en una aprecia­ción antidialéctica y reaccionaria, que el desarrollo del cartel político no niega los valores de la experiencia técnica y psi­cotécnica del cartel comercial, cuyo valor esencial debemos incorporar directamente a nuestra experiencia.

Pero desde el punto de vista de la función social de las formas de expresión del nuevo realismo publicitario, el cartel comercial está demasiado imbuido por la influencia del arte abstracto de los últimos tiempos para que sobreestimemos su valor.

Incluso en la etapa en que la crisis económica del capita­lismo empuja las formas publicitarias hacia una concreción más directa de la realidad, el cartel desarrolla un sedicente realis­mo, pragmático y unilateral, que se apoya fundamentalmente en los conceptos y formas de la especulación abstracta.

En aquellos países donde el cartel comercial alcanzó una plenitud histórica y una madurez plástica, la inercia de las formas publicitarias continuará durante mucho tiempo como un lastre que lentifique el camino realista del cartel, en su función ante las nuevas necesidades históricas. Pero quizás esa misma falta de madurez del cartel comercial en España favorezca, de momento, el desarrollo del cartel político. El magnífico ejemplo de la Unión Soviética nos demuestra cómo en un país sin tradición publicitaria alguna, sobre la base de nuevas condiciones sociales, es posible desarrollar con entera personalidad un arte público de nuevo sentido humano.

En los años azarosos que precedieron la actual situación de guerra, y a pesar de que el advenimiento de la República espa­ñola había puesto ya en juego circunstancias sociales de excep­cional valor en la vida nacional, muy pocos eran los artistas –y menos aún los publicitarios– que sintieran las inquietudes de revolución, las condiciones políticas y sociales que se iban ges­tando a su alrededor, en el seno de las masas populares, y como consecuencia de esto, la preocupación por la nueva función que como artista le correspondería en esta España que caminaba ya hacia su profunda renovación histórica.

El 18 de julio de 1936 sorprendió a la mayoría de los artis­tas, como vulgarmente suele decirse, en camiseta. El cartelista se encuentra, de pronto, ante nuevos motivos, que rompiendo la vacía rutina de la publicidad burguesa, trastornan esencialmen­te su función profesional. Ya no se trata, indudablemente, de anunciar un específico o un licor. La guerra no es una marca de automóviles. Pero la demanda de carteles aumenta considera­blemente. Los cartelistas se incorporan rápidamente a su nueva función y a los ocho días de estallado el movimiento vibraban ya los muros de las ciudades con los colores publicitarios. Las fórmulas plásticas de la publicidad comercial al servicio de las agencias y de las empresas, encontró una fácil adaptación a los motivos de la revolución y de la guerra.
El cartelista se encuentra ante la complejidad gigantesca de la inesperada situación que le plantea la guerra, la cual, mediatizando su sensibilidad, le pone en la coyuntura de in­tegrar la nueva emoción en su arte a través de un proceso lento, incrustado en la febril actividad inmediata, sin pararse a renovar sus procedimientos y formas de expresión, sobre la marcha de una situación que le llama insistentemente, que necesita todas sus horas.

Pero aun teniendo en cuenta esta realidad elemental, el ritmo de liquidación y de adaptación, ahora, a los diez meses de guerra, deja mucho que desear en cuanto a la calidad y al sentido de la producción de carteles.

Los carteles de hoy son los mismos de hace ocho meses, de hace dos años, cuando no peores en su volumen general, a causa de la considerable afluencia de “espontáneos” y “ama­teurs” de toda ley. Vemos cómo, de entre el montón de lo in­forme, los mejores cartelistas siguen creando esos hermosos y falsos carteles de feria, de exposición de bellas artes o de perfumería, cuya inercia normativa pone de relieve la despro­porción inmensa entre la obra producida y la realidad en cuyo nombre se pretende hablar. El juego de los colores sigue el tópico decorativista de los mejores tiempos de frivolidad.

Pero donde se acusa con mayor evidencia el lastre de los vie­jos recursos de la publicidad burguesa es en su impotencia expre­siva para la exaltación de los valores humanos. La condición y el gesto del héroe antifascista, del campesino y de la mujer del pue­blo, pierden su calidad, su dramatismo humano, estereotipados y yertos entre la barahúnda anodina de tanto convencionalismo.

En el dominio de los elementos expresivos, la plétora de simbolismos y de representaciones genéricas ahoga la memo­ria de la realidad viva, atrofia la eficacia popular de nuestro cartel de guerra...

La grandiosidad humana de nuestra causa espera aún, cuanto menos, el gesto de voluntad de esa minoría que registre y recoja la emoción profunda y patética de esta hora española.

Las condiciones sociales del cartel comercial han sido ya superadas por nuestro momento histórico. El viejo artilu­gio capitalista ha sido descoyuntado por la victoria inicial del pueblo contra el intento fascista. Las condiciones positivas para una nueva era de creación artística están ya planteadas con perspectivas sin límites. La necesidad social del cartel se da y se justifica plenamente por ese crecimiento prodigioso, sin antecedentes en circunstancias semejantes.

El cartel, por su naturaleza esencial y sobre la base de su liberación definitiva de la esclavitud capitalista, puede y debe ser la potente palanca del nuevo realismo en su misión de transformar las condiciones, en el orden histórico y social, para la creación de una nueva España. Su objetivo fundamen­tal e inmediato debe ser el incitar el desarrollo de ese hombre nuevo que emerge ya de las trincheras de la lucha antifascis­ta, a través del estímulo emocional de una plástica superior de contenido humano.

En el profundo trance de creación en que está colocado nuestro pueblo, y teniendo en cuenta las condiciones especia­lísimas y casi vírgenes de la tradición plástica española, estoy plenamente convencido que quizás el cartel político encuentre aquí la coyuntura más feliz para su revalorización superlativa, dentro del cuadro universal del nuevo realismo humano.

Nuestro cartel político debe desarrollar la herencia del realismo español
Dentro del cuadro universal del arte, considerado en su conjun­to como un complejo orgánico de valores que se influencian e interfieren recíprocamente en juego dialéctico con los aconteci­mientos históricos, las formas particulares o nacionales del arte, contienen en su condición biológica de desarrollo una cierta au­tonomía. A través de este proceso orgánico las formas del arte crecen, se transforman y envejecen.

La revolución plástica del Renacimiento italiano nació como negación del goticismo, con el impulso vivificador de liquidar el peso muerto de un formalismo estático que asfixiaba el desarro­llo del arte. Pero a pesar de lo que significa la experiencia rena­centista en cuanto al enriquecimiento de los valores plásticos y en cuanto a la liberación del artista de la estrecha servidumbre feudal, el propósito humano del primer impulso –estimulado por las corrientes universalistas del humanismo y por el desarrollo creciente de las ciencias naturales– apaga su ímpetu inicial y naufraga en las aguas turbulentas de la época.

El Renacimiento vino a morir en su antítesis misma.

Ca­nalizado su desarrollo sobre una fuerte tendencia hacia una estética normativa, fue desangrando los valores humanos que llevaba en suspensión. Y el hombre se ahoga en esta idolatría neopagana hacia la belleza absoluta, que, conduciendo al arte a los terrenos preceptivos e idealistas, lo desarraiga lentamen­te de la realidad humana.

Volviendo al ejemplo de vitalidad más reciente y significati­va, el arte abstracto francés es el resultado típico de una forma particular del arte en su etapa de madurez y consecuencia última, producto de una accidentada elaboración histórica, que arranca del realismo francés del pasado siglo. (Chardin, Courbet, etc,…). A través de este proceso de singular fecundidad creadora, el rea­lismo francés ha desangrado sus valores en una prodigiosa in­quietud dialéctica hacia nuevas formas. Y así en el arte abstracto de última hora se hallan contenidos espigados y agotados ya los antecedentes del realismo y del impresionismo francés.

Pero en España, nuestra mejor tradición plástica está intac­ta aun, virgen en la frescura de sus formas y en el sentido his­tórico de su condición nacional. Si el sentido actualísimo que a la palabra realismo confieren los nuevos tiempos tuviera poder retroactivo, ninguna tendencia, dentro de la evolución artística universal, tendría más legítimo derecho a la palabra que esta pin­tura española del XVII.

El camino de la nueva plástica realista debe apoyarse en el sentido universalista y humano de su contenido, y, por otra par­te, en lo más genuinamente nacional y particular de sus formas de expresión. Enrique Lafuente, en su magistral estudio sobre la pin­tura española del XVII, centra exactamente el valor universal y la profunda raigambre española de nuestro realismo: “Situándose en el polo opuesto del ideal clásico, la pintura española del XVII se propone, como fin último, la exaltación del valor “individuo”. Si en­tendemos esto así y admitimos la licitud de tal posición en el arte, veremos como muchos de los reproches que se han hecho al arte español por una crítica que ha estado hasta nuestros días más o menos empapada de un fofo academicismo, no se refieren sino al desenvolvimiento lógico de su inconsciente credo estético. Para esto carecen de valor alguno las distinciones entre agradable y des­agradable, bello o feo. No quiere decir que puedan nunca desapa­recer estos valores como categorías estéticas relativas, sino que el objeto y fin último del gran arte castizo español está por encima de estas concesiones a una estética normativa. En esta “salvación del individuo”, supremo fin que han propuesto a su arte los gran­des pinceles españoles, nuestros pintores acogen con igual gesto –de una democracia trascendental-a las pálidas reinas como a los monstruosos enanos, a los mártires ensangrentados como a los de­votos ascetas, a los bellos niños sonrientes como a los monstruos teratológicos. No se insiste quizás bastante en la trascendencia que tiene como actitud vital ante el mundo esta aceptación libre y plena de la autonomía de todos los seres, de su derecho a la inmor­talidad y a la perduración en la obra de arte.

Los mártires y apóstoles de Ribera, los monjes de Zurbarán, los cortesanos o los idiotas de Velázquez están en sus lienzos para hacernos sentir su eternidad de criaturas, su insobornable autonomía espiritual, el derecho perenne a su propio yo y a su definitiva salvación personal.

Si comprendemos con qué gran problema toparon inconscien­temente nuestros más grandes pintores, habremos de sonreía con toda autoridad ante los que se lamentan de que los profetas de Ribera o los bufones de Velázquez no sean demasiados bonitos.

Y hasta qué punto este criterio es el decisivo para juzgar la pintura española lo observamos viendo que en nuestra gran es­cuela del XVII los valores absolutos y definitivos que atribuimos a los diversos maestros tienen una correlación con la distancia a que se encuentra su estática personal de este principio estético de la escuela; los valores más firmes, los que nos parecen más universales, precisamente por más expresivos del credo nacio­nal, son aquellos en cuya obra se da con caracteres más claros este realismo individualizador y, por el contrario, aquellos cuya obra está más cerca de los ideales de belleza, de arte grato o amable, del logro de tipos definitivos quedan, sin duda, en un relativo segundo plano para una estimación desapasionada”. (Historia del Arte, Labor, tomo XII).

Es en Velázquez donde este realismo español alcanza la meta superior de su expresión humana. La paleta del artista se deslíe con emoción contenida en la realidad circundante. Veláz­quez es el pintor más profundamente español, y a través de la ambición cósmica que emana de su arte, el más universal de su época. A través de su verbo espontáneo, la entraña popular es­pañola que vibra como condición suprema en toda nuestra plás­tica realista, se recrea al sentirse reflejada. El profundo proceso de creación se realiza sobre la base del aniquilamiento de todo convencionalismo en los recursos de expresión, en la superación de los pálidos reflejos de la preceptiva renacentista importada de Italia, a través de un acercamiento franco, audaz y emociona­do hacia las formas concretas de la realidad humana.

He aquí la trascendental lección del realismo español, en su heroísmo de pintar y vivir sin soñar, con los ojos despiertos a la más leve palpitación, al más profundo sentido de la realidad.

A pesar de que se haya intentado valorar nuestra cultura realista como expresión del movimiento de la Contrarreforma frente a las corrientes humanistas que desarrolla la revolución burguesa contra el poderío feudal de la Iglesia, el movimiento plástico español desmiente brillantemente la pretendida contra­dicción. La pintura realista española, en la entraña misma de su valor humano, es el pie desnudo con que el humanismo renacen­tista pisa el terreno áspero y concreto de la realidad.

El valor humano de nuestra plástica realista del XVII tiene tal potencialidad, que su influjo rebasa la decadencia vital de los siglos subsiguientes y resucita en nosotros, artistas de una nue­va historia, el atavismo ancestral de nuestra propia condición redescubierta. Y en esta hora de la verdad, en que los destinos de España están gravemente amenazados los genios de nuestro realismo emergen del pasado, y, como si quisieran estimular la lucha en que también su destino se ventila, nos ofrecen la can­tera inmensa de nuestra tradición nacional.

Cuando el espectáculo de la defensa de nuestro tesoro artístico se multiplica y extiende en la noche iluminada por el fulgor siniestro de los incendiarios de la cultura, hasta conver­tirse en movimiento y signo de todo un pueblo, la significación humana del hecho desborda su importancia material y política. La coincidencia del artista, del miliciano, del trabajador, del campesino en un impulso espontáneo por salvar los materiales de nuestra herencia, sella la voluntad trascendental del pueblo español hacia un nuevo destino de su vida y de su cultura.

Los valores de nuestro pasado histórico no pueden conti­nuar por más tiempo condenados a la estrechez de los museos, entre las manos del eruditismo profesional. El arte no es patri­monio exclusivo de las ideologías muertas. Su dinamismo vital no puede realizarse al margen de las relaciones sociales, de las fuerzas productivas de la humanidad. Considerado en su desa­rrollo histórico, el arte no puede enriquecerse ni desarrollarse si no es continuamente renovado y superado.

Por las razones que he intentado desarrollar a través del presente ensayo y por ciertas intuiciones y esperanzas en la singular condición plástica del pueblo español, adivino las cir­cunstancias exactas para la incorporación de nuestro cartel político, a pesar de su nada defendible situación actual, al pla­no de la gran experiencia artística de nuestro tiempo. El cartel de la nueva España, al conquistar su herencia histórica y de­sarrollar los valores tradicionales por los cauces del nuevo rea­lismo, alcanzará la categoría indiscutible de creación artística con la dignidad que implica el pleno ejercicio de una misión social e históricamente necesaria.

La servil frivolidad y el frío utilitarismo, caracteres tan tí­picos en el arte publicitario capitalista, no pueden representar para los cartelistas españoles –voceros de una causa inédita en su profundidad humana y grandeza histórica– precedente gené­rico y desvalorizador, sino simple episodio históricamente fatal en la fenomenología de los caracteres sociales de un hecho ar­tístico contemporáneo.

Y si concebimos el cartel como posible recipiente de un im­pulso nuevo de creación, nuestra voluntad debe enfrentarse au­dazmente, con plena emoción de la necesidad humana y social de que somos responsables, ante el caudal ingente del mundo que se abre ante nosotros.

Valencia, 1937

JOSEP RENAU: Función social del cartel, Fernando Torres editor, Valencia, 1976

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